domingo, noviembre 27, 2011

Gully Wash


Lo que más me molesta de todo son las extensiones. Podía soportar los ataques de mosquitos, los gringos con falsa moral, los hipócritas vende patrias, la pose relajada de los isleños, los argentinos que se creen europeos, los europeos que se creen dueños de la verdad, la falsa identidad de los guatemaltecos y su facilidad para perder el acento, los bocazas que no paran de hablar de sus conquistas, sus masturbaciones mentales salidas de películas porno trasnochadas, las mil cucarachas que se mueren dentro del apartamento, hasta las que se mueren dentro de mis zapatos, pero no las extensiones. Las extensiones y su falsedad. Ese día que metí por primera vez mis dedos entre esa hebras de mentira que ostentabas en la cabeza, esa desdicha que me provocó descubrir el inicio de tu hipocresía, esas trenzas que sujetaban la infamia, ese pegamento entre mis dedos. Ese momento. Ese día. Esa hipocresía. Esa infamia. Ese pegamento. Ojalá hubiera sido suficiente para dejarte y botarte de la cama al siguiente día, pero me ganó el estómago.
Dejé de pensar y se apropió de mí la tripa, dejé de pensar y existí sólo para comer, para engullir, para deglutir, para devorar. Luego de este róbalo, poco me queda de comer en esta vida, me dije, tan idiota de mí, tan engañado, tan inocentemente estúpido. Esa fiesta para el paladar que preparaste. Mantequilla, piña, mango, chile pimiento, succini, zanahoria y esa copa de vino blanco. Ese pedazo de pie de queso sin esa empalagante mezcla, sin esa azarosa masa de lácteo en la boca, ese elíxir con hojuelas crocantes arriba y abajo, que era como el horizonte mismo de la playa donde lo comía. Con el cielo y el mar unidos.
Por qué. Por qué no lo intuí desde el principio, desde que me pediste permiso de tocarme el pelo. Debí saber que estaba firmando tu sentencia de muerte, que estaba firmando mi sentencia de vida, que estaba amarrando a tu cuello el lastre de un yate lujoso, y a mi cerebro ese taconeo de zapatos de zorra que me despierta cada vez que cierro los ojos en este bendito avión, cada vez que me duermo con los ojos abiertos viendo las nubes y las islitas y sus dueños, sus Castros, sus banderas híbridas, sus banderas tribales, sus banderas de estrellas, sus ritmos de caderas y raíces africanas, sus vagas identidades y sus grasientos cuerpos.
Sólo tres días me faltaban para salir de este asilo, de este paradisíaco caribe que nunca quiero pisar otra vez, este paraíso de mierda donde se importan latinos para pagarles menos que a los gringos, donde se usan negros para rellenar cupos, donde se importan gringos para idiotizarlos en verano, donde se transporta droga en ambulancias del estado, donde los negros comen KFC y Burguer King  como comer colas de langosta o ensalada de concha.
Maldita suerte, maldito del uno, el cuatro, el cinco, el siete. Malditos los cinco dólares que le metí a la lotería y malditos los ocho mil dólares que se reprodujeron como sanguijuelas. A quién se le ocurre un país sin prostíbulos, hubiera sido sencillo meterme en uno, emborracharme y que me robaran todo el dinero. No, me tuve que meter en ese restaurante de comida fusión, en ese templo de hipocresía, en esa falsedad de mezclas de culturas y sabores, en esa idiotez del sexo sin compromiso y sin pago. Estúpido de mí, de mis pensamientos inocentes.  
Bendito el momento en que te agarraste de mis piernas y rogaste que me quedara. No soporté y tiré de tus falsos pelos, como queriendo arrancar la ira que me provocó tu sexo, tu hipocresía y la laboriosa falsedad de tus rituales de belleza. Nunca pensé que la alopecia fuera tu muerte, nunca pensé que sería mi salida.