lunes, octubre 24, 2005

Mihi mortuus

Muchos temas que quisiera tratar aún no logro madurarlos o simplemente no tengo tiempo para hacerlo cuando se me ocurre. Uno de ellos es el tema de mis muertos. Al decir mis muertos hablo de los familiares que se han muerto a lo largo del árbol genealógico al que pertenezco.

Hay muchas muertes en mi familia que tienen cierto velo mágico, no sé si por ser muertes de pueblo o por la relevancia de mí gente le ha dado. Lo cierto es que una de esas es la de Lucilo. De esta muerte —la cual ya me tocó vivir— sí tengo un registro, de las otras tengo cuatro casetes nuevos para ir a entrevistar a la siempre alegre y malcriada de mi tía Osha. Recién hoy la llamé para ver si podía llegar el uno de noviembre y comer fiambre en mi casa, junto a mi costilla y una grabadora que ansiosa espera sus historias. Lastimosamente me dijo que no podía, que ese día vendía Fiambre, situación que yo había olvidado.

Con esto de las muertes, he tenido idea de realizar un libro. Una de las primeras historias que lo compondrían es el añejo relato que hice para la muerte de Lucilo, el cual coloco a continuación. Esta versión apareció en la fugaz revista literaria “El Segundo Espejo” no me atrae mucho, hay algunas cosas que siento se salen de registro, quizá ya no es mi voz y esa fuera la que anteriormente tenía —hablando de voz literaria, si es que existe—, posee mucho realismo mágico, aunque este sea el que me atrajo al iniciar este periplo por las letras, ahora, me seduce enormemente la novela negra. Sin embargo me atrae más el relato, no sé si exista una variación que se llame relato negro, pero eso es lo que deseo hacer, mezclado lógicamente con el realismo mágico que me dio alas para escupir letras.

Saludos cordiales,

En Honor a ese Gran corazón, que murió ebrio de bondad.

El Incensario

Al regreso del Calvario pasó por su casa, construida de adobe, madera y láminas de zinc, que alguien olvidó en el sitio de enfrente. Enjuagóse las lágrimas por enésima vez, tantas ya, que la parte baja de su güipil blanco tenía un tono amarillento, un tono de dolor húmedo. Antes de abrir la puerta de su morada, le dio curiosidad el conocer el sabor de las lágrimas de pérdida, paró su llanto como colocando un paréntesis en su dolor, tomó su güipil y lo llevó tímidamente hasta su receptor de sabores. Le supo a guaro, chilca, copalpom, ceniza, humo, son de muerto, Paa Bank y recado de tamal; uno por uno y todos juntos.

Adentro ya, tomó el incensario, un poquito de ocote y el Copalpom, era hora de sahumar la casa y sacar su espíritu.

Al llegar a la casa, se dio cuenta que aún estaba inundada por almas caritativas, almas cercanas, almas familiares, almas en pena y otras en la pepena. No le importó. Inició el rito como debe de hacerlo toda buena Nana, encargándose de lo que por mérito adquirió. Encendió el copalpom con ocote, papel periódico, un trocito de carbón y un efectivo fosforazo. Sopló y sopló, y siguió soplando con la cara arrugada, poniendo chinitos los ojos, acomodando la piel que ya sabía como ir, arrugadita entre los surcos de la vejez.

Se miraba tan diminuta entre el mundo de ladinos, con su pelo liso, escaso, de colores blanco, negro y añil, con su güipil de color blanco arriba y amarillento abajo, su corte negro con detalles blancos, sus pies callosos calzados con caites de plástico celeste.

Limpióse nuevamente las lágrimas e hizo un nuevo paréntesis, a estas alturas ya quedaban sólo las almas familiares, las cercanas. Con un movimiento pendular inició entonces el rito. Entró a la casa y fue directo a la sala, donde él había estado hace pocas horas, vio hacia el altar, hizo una reverencia al cuadro de María Auxiliadora y tomó aire.

En el momento que giró hacia el espejo grande de la sala, vio cómo la sábana se desprendía de la parte superior, presta tomó una silla, dejó el incensario y sin mirar al espejo –porque por el espejo vienen los muertos a llevarse a los vivos- lo tapó.

Al descender de la silla metálica, le llamaron la atención los colores que tenían todas en el respaldo, colores que formaban cuarto letras, -como no sabía leer, todos los rótulos le llamaban la atención-, alguien que le ayudó a bajar de la silla, la miró y le dijo: <¿Sabés qué dice Marcela?> ella negó con la cabeza, <Dice: “Alquifiestas Q. D. E. P.”>.

Se agachó para tomar el incensario nuevo –porque para sahumar a un muerto tiene que ser nuevo, sino se lleva algún vivo- y vio el piso de la sala, había un resplandor justo en el lugar donde el féretro había estado y recordó el momento en que lo habían sacado de la casa, el dolor que sintió, la forma en que le gritaba para reclamarle haberse dejado morir y como pasaron por su mente aquellos momentos: cuando él llegaba del potrero sucio y feliz, cuando él llegó de su primer día de la escuela de ”inteligencia militar” pelón, sucio, moreteado, sin autoestima, cuando llegaba bolo, cuando ella le barría el cuarto y sacaba cualquier cantidad de frascos de guaro, cuando ella le dijo que dejara a esa mujer que le destrozaba el alma, y cuando lo encontraron en la cocina: sentado descansando para siempre.

Retomó conciencia y pensó que era un truco, que él no quería salir de su casa, tomó valor e inició la tarea, ahora formalmente, ahora nada la detendría.

Sahumó la sala, sahumó la cocina –donde él había partido-, sahumó el comedor, subió presta al segundo nivel y sahumó su cuarto, su baño, al bajar sahumó el lugar de la pila, entró a la casa y sahumó los cuartos de madera, el cuarto de dona Greis y salió apresurada hacia El Calvario.

Moviendo oscilatoriamente el incensario, caminó presurosa, sentía la presencia de él, llevaba su vida en el copalpom, esparciéndola por todo el pueblo. Llegó el momento de tomar la subida del Calvario, respiró hondo, colocó una mano en su rodilla izquierda para ayudarse a subir, ya que con la derecha llevaba un alma hecha humo, y subió.

Al llegar al Calvario, entró en la iglesia, hizo una reverencia, agitó el incensario tres veces al centro, tres veces a la izquierda y tres veces a la derecha, luego salió. Buscó el repositorio final de la familia, se paró frente a él y dijo:

  • Bueno Tata, ya te me fuiste. No tengás pena, voy a cuidar a tu mamá. No tengás miedo, tu papá y tu hermano están cerquita de vos ahora. Te puse tu guacalito nuevo y tu peine de madera, para que no te falte agua allá y que estés peinado y aseado cuando te presentés con Tata Dios. Ya te traje tu espíritu, acá te lo tengo adentro del copalpom.

Se imaginó cómo sería la lápida que le pondrían y suspiró, pensó: “será de mármol blanco, frío, y seguro le pondrán su nombre con dorado... Lucilo Amado Soria Lemus”... con la imagen en la mente arremetió el incensario contra la tumba y lo quebró...


Edwin Enrique Soria Juárez

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