viernes, junio 24, 2005

Lignator

Es increíble. Pasa el tiempo y a veces aún no mudo de opinión... Sin embargo creo que he crecido, infinitesimalmente, pero me he movido.


Del arte de hacer leña del árbol caído o de cómo hacer mierda lo que no compartimos o de el gran ego que poseo y que en ocasiones no puedo acallar…

De una forma contundente, muy acertada y a veces con la suposición de que tengo la boca y la parte donde termina la separación de los miembros inferiores que me sirven para la locomoción; llenas de sabiduría adquirida en los libros, de escuchas tomadas de opiniones propias o de terceras personas; me aventuro en la ardua tarea de dar cátedras de moral, entendimiento, de aceptación o juzgamiento de eventos foráneos a mi entendimiento y costumbre —por demás decir, que en determinado momento, tales hechos, no me afectan el diario vivir—. Haciendo recuento de que no es tarea nueva en la historia, que muchos de los grandes —situación por demás sabida, ataviada de gustos o tendencias personales— o famosos de la historia, mortales comunes y silvestres como este pobre e infatuado aprendiz de ser humano.

El tema de la opinión personal, es sin duda una cuestión que lleva años en las mentes de los arduos y sudorosos padres del derecho universal, un escaño por demás escabroso, plegado de barbaridades o perpetuas sapiencias vertidas en blanco y negro en pulpa de árboles.

Lo más gracioso, en mi caso personal, lleva el agravante de ser un aprendiz de escribiente; lo cual, conlleva una tarea social comprometida, a menos que se quiera pensar que es nada más un escape personal, una tarea egoísta, solitaria, plegada de satisfacciones en donde el momento de la creación de un buen juego de palabras y un poco de suerte, puede llevarme a pasar a la historia como un determinante para la actitud de los que me leen, aunque estos sean apenas familiares o amigos cercanos que cansados de la tarea diaria, dan una vista a este universo construido a base de consonantes y vocales, hilvanado con una retórica prestada de otros, ya que inventada a estas alturas de la historia de las letras, resulta ser una muy difícil empresa.

Es así como en ocasiones —dependiendo del tema de los desengaños, más o menos frecuentes—, suelo ser indiferente, en el mejor de los casos. Sin embargo, cuando creo tener la razón —como expuse en el primer párrafo— hago un ataque sangriento y tupido, al acto o la opinión de ciertos eventos. Me es difícil a veces, concebir que las personas a las que tengo en estima, difieran de los gustos que profeso, partiendo desde el mal hábito —calificado así por un entrañable amigo— de la lectura y escritura, hasta llegar al disfrute de un simple y mezquino viaje de vacaciones.

Analizando mis actitudes y opiniones, con la mano en la conciencia —sea donde eso quede—, tiendo a ser irascible —histérico no podría, debido a la falencia de matriz en mi organismo— más bien contundente, en mis ataques e insinuaciones acerca de lo que no me agrada.

Es de esa manera que he dañado muchas de mis relaciones interpersonales, por no contabilizar a las personas a las que les he faltado a su derecho de libertad; sin embargo, por más que trato, no puedo dejar de practicar ese acto de egocentrismo poseedor de la verdad, propia a todas luces, no absoluta en lo más mínimo, pero sí amalgamada en lo más cavernoso de los laberintos de mi casi imperceptible sapiencia.

No obstante, el hecho que me lleva a picar con mis dedos el teclado, es la pregunta existencial —aunado con la válvula de escape, que escribir me produce— de si conservar o no la actitud; debido a dos palillos de dientes que como pilares sostienen mi tesis/testarudez: el callarlo, lo cual conlleva el daño al tragar estoicamente mis rabietas y la libertad que tengo de opinar e influenciar en las personas que aprecio.

Quizás el presente texto no lleve a nada, más que a una pésima dialéctica de púber; sin embargo, me preocupa el no poder salir de este ardid y acudir al mismo cada vez más, aunado con la casualidad de que al opinar de forma virulenta sobre las actitudes o gustos ajenos, con cierta certeza llego a predecir el infortunio de las premoniciones vertidas; convirtiéndome en un mal agüero, en leñador de árboles caídos por la desgracia o un simple artesano a destajo, de heces fecales que llueven luego en las actividades de otros.


Del arte de hacer leña del árbol caído o de cómo hacer mierda lo que no compartimos…

…y sugieren los ancianos del pueblo, los economistas e inversionistas extranjeros, que no era un chaman, un brujo, estadista, economista o médium. Sin embargo, tenía la capacidad de acertar en los fracasos de los demás. Es por eso, que la gente ya no lo visitaba como consejero para ayudar en los casos perdidos, sino como un simple agorero de proyectos con tendencias al fracaso; como guinda en el pastel, luego de que los estudios de mercadeo predecían chascos. Que su sabiduría no era tal. Él era abono para flor de muerto, un jardinero de terrenos baldíos, de estepas con futuros desérticos…

Edwin Enrique Soria Juárez

24/03/2004

1 comentario:

Anónimo dijo...

No obstante, el hecho que me lleva a picar con mis dedos el teclado, es la pregunta existencial —aunado con la válvula de escape, que escribir me produce— de si conservar o no la actitud; debido a dos palillos de dientes que como pilares sostienen mi tesis/testarudez: el callarlo, lo cual conlleva el daño al tragar estoicamente mis rabietas y la libertad que tengo de opinar e influenciar en las personas que aprecio.

Amén... me gustó esta parte, saludos.